23 Abr La liberación de Albert
Eran las dos de la madrugada y como muchos días, salía ahora de la reunión de lanzamiento de campaña. Sólo franquear la puerta de seguridad del edificio, mis hombros se aflojaron recibiendo la bocanada de aire fresco oliendo a ciudad mojada. La lluvia seguía cayendo obstinada como decidida a quebrar el pavimento. Las calles ya dormían, sólo transitadas por peatones apresurados bajo sus paraguas y algunos coches de lujo que se detenían frente al Paradise a examinar a las chicas monumento bajo el gran toldo de entrada.
Hoy era distinto a los otros días. Hoy no tenía prisa por llegar a casa, pillar algo en la nevera y derrumbarme frente al televisor antes de quedarme dormido hasta que los primeros rayos de sol me llevaban del sofá a la ducha. De hecho, tenía todo el tiempo del mundo. Me quedé plantado en la acera sonriendo al cielo con los brazos abiertos, bajo una cortina de agua plateada que reflejaba la luz de las farolas.
Le acababa de presentar mi dimisión. ‘No acabaré la campaña Will’. ‘Y sí puedo hacerlo’, ‘la decisión es firme’. ‘Por favor no insistas’.
No iba a volver sobre mis pasos ni por dos millones al mes. ‘La semana que viene haré el traspaso de cuentas a Vanessa y es todo lo más que puedo ofrecerte William, espero que lo entiendas’. ‘Mi tiempo en Broxford ha terminado’.
Esa lluvia me limpiaba de mi enfado, de una ira largamente acumulada que ahora emergía con cada recuerdo y se deslizaba viscosa sobre mi traje de marca. ¿Cómo había podido tardar tanto en darme cuenta?! llevaba años viviendo sólo para el trabajo. Con una presión feroz que me había minado la salud, separado de mi mujer y de mis hijos. Huyendo de mí mismo y abducido por espejismos de éxito que se desvanecían cuando llegaba al lugar dónde parecían encontrarse.
¡Una adicción!, ahora lo veía. La ráfaga de claridad seguía rompiendo mi coraza e iluminando los rincones oscuros de mi cerebro embotado durante cinco años sin fin. Otra forma de alcoholismo del que no había sido consciente y que amenazaba con arrebatarme lo poco de importante que me quedaba en la vida.
Maldita compañía, maldito consejo de tiburones, maldito sistema destructor de mi voluntad que me había programado sin mi concurso como peón inteligente al servicio de un consumismo tóxico. Malditas campañas mentirosas que nos vacían de entrañas a todos. Me compadecí de mí mismo, de mi vanidosa estupidez.
Como fotogramas de una película muda proyectada en mi pantalla mental, se sucedían escenas de mi vida profesional, de la universidad, de las personas que me habían marcado. Todo iba encajando en un espacio de consciencia ampliado por cada nueva comprensión que emergía a la luz.
No recuerdo el tiempo que transcurrió ahí inmóvil bajo la lluvia. El dolor, la ira y el sentimiento de pérdida, dejaron paso gradualmente a una completud que nunca antes había conocido.
Me saqué la americana chorreando, desanudé la soga que exhibía a diario en el cuello y me deshice de ambas en la primera papelera rumbo a cualquier parte. No tenía ganas de coger el coche, tampoco de regresar a casa. Sólo de seguir en ese estado de bienestar indescriptible que temía perder si salía de la cascada purificadora que había liberado mi alma.
Un mes más tarde abandoné Nueva York, puse a la venta mi apartamento y me mudé a las montañas de Carolina del Norte a un pequeño rancho con tres caballos, unos pocos libros y el viejo portátil, regalo de Brenda y los chicos. Les llamaría, les pediría una nueva oportunidad. Yo había cambiado. Sin duda, no volvería a ser el mismo y mi corazón clamaba compasión.